¿De qué se trata la Iliada?, preguntó mi maestra de textos grecolatinos de la facultad, exhalando humo como la oruga de Alicia en el País de las Maravillas. Al parecer, no se trata de la Guerra de Troya. Ahí lo adivinaba, y ahora lo sé, que a lo que se refería con esto es que lo trascendente de la Iliada es, más allá de su épica narración de una guerra, la épica narración del poco control que tienen los hombres de su vida y de los hechos, siempre a merced de los múltiples dioses del Olimpo, finalmente reflejos de ellos mismos.
Yo leía bajo un árbol este libro de fantásticas hazañas, me acomodaba, se me encajaba el tronco del árbol en la espalda, me recostaba, sentía hormigueo y veía una pequeña arañita en la página, alzaba el brazo, los rayos de sol penetraban mis anteojos haciendo prismas en el aire, y me quedé dormida.
¿Qué tanto permanecen esos dioses del Olimpo, esos personajes emocionales que se cuelan a los campos de batalla, disfrazados de soldados cualquiera, a tentarnos para hacer su voluntad? ¿Seguimos dejando sacrificios en altares y pidiendo buena suerte, siendo a veces escuchados, a veces favorecidos, y otras no, algunos nunca, algunos siempre, y muchos siempre en el intermedio, en la incertidumbre? Me parece que sí. Pero cada vez hemos creído más en el hombre. En el hombre que controla su situación, dueño de su circunstancia. ¿Es fatalista darle crédito a las fuerzas externas, a los remolinos del caos que nos envuelven? Me parece más creíble el politeísmo caótico de los griegos que el monoteísmo abstracto que siguió... extrañamente paralelo a la exaltación del hombre.
Me despierto. El sueño me agarra cuando le place y me brota, desorientada, y sigo leyendo sobre Atenea de los grandes ojos y Héctor, caro a Ares. Me paro y me alejo del árbol, árbol delicioso como tantos, con el fin secreto y último de ser un respaldo para leer y las divagaciones mentales que causa. Camino por la facultad y casi decido entrar a una clase de filosofía (¿casi decido? ¿decidí o no? Las clases todas duraban dos horas; eso no lo decidí. Sí decidí no entrar por eso). Voy caminando a la estación de camiones que me llevarán a casa, ya puedo sentir las gruesas páginas acumuladas en mi morral que sólo contiene ese frágil libro, pero no encuentro mi monedero, el más valioso elemento de mi mochila porque es tiempo y dinero condensado (tiempo de trámites para reponer las múltiples credenciales, dinero en las tarjetas y en billetes), los más altos valores de nuestra sociedad. Regreso, queriendo correr pero no pudiendo por un dolor de caballo que me obliga a ir a paso lento.
No me doy cuenta de quiénes me miran ni de qué color está el cielo. Estaré yendo al mismo ritmo que siempre, pero mi cuerpo está en una tensión desorbitante, lo cual lanza al mundo a un frio abismo y lo aleja de mí. ¿Cuántas hormiguitas de personas corren ahí, en el inmenso lugar donde, por alguna parte, tiene que estar mi monedero? ¿A quién acudiré para encontrarlo? ¿Alguien que me mandará a otra recepción, a otra fila, hasta que termine tejiendo una red con los inútiles trayectos laberínticos que iré trazando? ¿Habrá solución para esta pérdida? Claro que la habrá, la vida sigue, pero no veo cómo, y aunque no vea cómo, está ocurriendo, ya pasó, ME pasó, los engranes siguen girando y no giran para atrás.
Ya casi llego al árbol. El sol comienza a coquetear con el horizonte, apenas le está echando ojitos. No creí ver esta hora del día hoy en este lugar, pero me tocó de cierta forma. Ahí, entre el pasto, el bordado de flores con fondo negro de mi monedero se asmoa, haciendo un ingenioso camuflaje (algo psicodélico, pero la gente al parecer se lo tragó). Nadie lo vio, y si lo vieron, no lo agarraron para buscar al dueño, ni para robarle sus tesoros. Los dioses (quizás en forma del árbol, haciendo juegos de sombras para que nadie lo viera, o encarnando un alumno que orientó a sus amigos hacia la sombra de otro árbol) me lo guardaron, y desde por encima de las nubes o las hojas o donde sea que se escondan sentí vibrante un mensaje de advertencia. No puedo contra ellos, claro está. Que ni lo dude, me dicen, riendo. Pero soy persona, obro, elijo, soy como ellos (aunque mortal, y chiquita, y vaya qué cómica ¿o trágica? figurrilla soy) y lo tengo que asumir.
Después de tanto crecer y decrecer (de tamaño, como Alicia con todas las cositas que se toma por ahí), me sentí fatigada, y el sol pegaba duro, y sólo quise ir a mi casa para leer más sobre los antiguos hombres, que sabían bastante más que yo.
12 ago 2009
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