27 oct 2010

El silencio y el símbolo en Ibsen y Beckett

En este ensayo, se contrastarán dos dramaturgos consagrados en el canon contemporáneo, Henrik Ibsen y Samuel Beckett, con los objetivos de ejemplificar la idea de que “las causas más profundas que rigen el ritmo de la historia de las artes no son sociológicas, políticas, sino estéticas[1]” y promover una crítica basada en la distinción de propuestas artísticas y no su jerarquización sistemática. Muy distintos entre sí, tanto histórica como estéticamente, Ibsen y Beckett realizaron en su momento grandes rupturas de las tendencias teatrales en casi todos los aspectos. Se tomarán como ejemplo dos de las obras más representativas de cada uno: Casa de Muñecas de Ibsen y Esperando a Godot de Beckett. Ambas son obras cuya popularidad se mantiene actualmente, ambas son obras que responden de manera clave a su momento, y ambas juegan con el escenario y con el espectador, todo esto de forma diametralmente opuesta.

En Casa de Muñecas, la poesía está en los gestos más que en los diálogos, en los modos de ser individuales de cada personaje que ilustran la crisis entre apariencia e interior. Tanto el título como el detalle de la escenografía indican la importancia del espacio: en todo hay profundidad a tal grado que las cosas tienen un valor simbólico, como una bolsita de almendras o la oficina de Helmer, fuera de alcance para el resto de la familia. Por otro lado, los personajes en sí son parte del escenario, como productos de su realidad material. Esta relación compleja pero estrecha entre entorno y hombre, vida material y condición espiritual explica el desarrollo de los personajes y de la misma trama en la obra de Ibsen.

Desde el acto primero, Ibsen muy intencionalmente determina tanto el contexto socio-económico como las relaciones entre los miembros de la familia Helmer mediante el escenario. Los grabados en las paredes, los libros, el piano, las figurillas de porecelana –estos detalles sugieren una aspiración al refinamiento cultural; se trata de una familia acomodada que busca dar una buena imagen. Todo está bien acomodado y limpio, se respira un orden hogareño. La primera escena establece más relaciones en torno al espacio y las cosas, e introduce el juego de las apariencias. Lo primero que dice Nora es “esconde bien el árbol Elena, no deben verlo los niños hasta esta noche cuando esté bien arreglado.” La cita resume la forma de ser de Nora con su esposo e hijos: mantiene ese espacio limpio y ordenado y ella es parte de éste. Sus conflictos internos no son relevantes, ella entiende que su papel es hacer felices a los demás sin nunca revelar el truco de magia. Rápidamente aprendemos que sí esconde un gran secreto, y el tema del dinero se vuelve el eje de la obra, para enfatizar el peso y la determinación que tiene la vida material.

Poco a poco, a lo largo de la obra, el interior se va delatando: la casa se va volviendo una jaula, la neurosis de Nora explota en una escena climática de baile (el cuerpo se rebela y se revela siempre a través de los gestos). Esa consciencia sobre la condición y el choque entre lo dicho y lo no dicho, la apariencia y el interior, es un momento explosivo en el teatro realista. Es una ruptura, una revelación que idealmente resulta en una liberación. El realismo social asimilaba las ideas de tres grandes pensadores de finales del siglo XIX: Darwin, Freud y Marx. Los tres tienen en común posturas que, con distintos enfoques, hablan de lo que condiciona al hombre y cuestionan nuestros conceptos vanos de realidad humana. Darwin impone el instinto de supervivencia y la lucha por la existencia. Freud impone la adopción de cualidades y defectos por imitación, inevitable como la herencia genética, de los padres, y condiciona al hombre con su infancia e inconsciente. El enfoque materialista de Marx le impone al hombre el condicionamiento de su condición material y poder adquisitivo, específicamente por su clase social.

El teatro realista incorpora estas nuevas ideas de destino con la realidad del individuo. El destino aplastante está en todas partes y de varias formas: la herencia (como la relación con el dinero que Nora heredó de su padre, y la consciencia que se tiene de ella como madre que determinará a sus hijos), el cuerpo con sus gestos e impulsos, el inconsciente, el mismo lenguaje. Por eso el escenario es tan importante, porque representa todo lo que Nora ignoraba, de lo que formaba parte, y que la reducía a una “muñequita” de su esposo. Se da cuenta que nunca ha sido feliz. “Creí serlo, pero no lo he sido jamás”. El motivo del teatro realista es revelar. El escenario es una burbuja de vida cotidiana que el espectador ve como una cuarta pared. La espera es que, con este vistazo, el espectador comprenda todo lo que hay en el interior. “¿Qué haces en la alcoba?” pregunta Helmer. “Quitándome el disfraz”, responde Nora, y no es sólo el disfraz de la noche de baile, sino el disfraz que toda su vida ha llevado, hasta ante ella misma.

Ibsen aborda la representación mediante el detalle y la precisión, y el espectador es simplemente un observador que se asoma a una escena cotidiana, la cuarta pared del cuarto, olvidándose que está en una obra. Las obras de Ibsen marcan el final del melodrama excesivamente romántico y artificial, tan popular en el siglo XIX, introduciendo el realismo social en el teatro. Probablemente Kundera, al compararlo con novelistas y músicos, lo situaría con la estética de Balzac en la novela (“el fondo de las vidas humanas ya no es un decorado inmóvil, conocido de antemano (…) hay pues, que captarlo, pintarlo) o Beethoven en la música (“Hay muchos pasajes sorprendentemente flojos en Beethoven. Pero son estos pasajes flojos los que otorgan valor a los pasajes fuertes”); es la composición basada en acumulación de tensión dentro de una representación realista. Tal vez lo común y esencial de esta forma es el uso de “puentes”, lo que implica un entretejido que imita la vida alternando “temas” con pasajes de menor intensidad. Por otra parte, se le considera simbolista, y Ehrhard explica esto como “la forma de arte que da a la par satisfacción a nuestro deseo de ver representar la realidad y a nuestra necesidad de trasponerla. Reúne lo concreto y abstracto.” En el teatro de Ibsen siempre hay niveles, los hechos y los gestos tienen un sentido oculto. Por eso “a pesar de su preocupación sincera por pintar la vida tal cual es, pone en escena, al lado de personajes muy vivientes y de una realidad sorprendente, seres que parecen pertenecer a otro mundo y hablan un lenguaje místico, simbólico, lleno de alusiones”. El simbolismo pone en obra las analogías que enlazan el mundo interior con el exterior; no nos considera como seres aislados.

En Beckett, el símbolo entra en crisis. A Beckett lo impulsa la necesidad de expresar el sinsentido del mundo y la futilidad de expresarlo. Sí, en efecto, absurdo. Para él, no es tanto un problema de representación como un problema en el lenguaje mismo. “As we cannot eliminate language all at once, we should at least leave nothing undone that might contribute to its falling into disrepute. To bore one hole after another in it, until what lurks behind it—be it something or nothing—begins to seep through; I cannot imagine a higher goal for a writer today[2].” Ataca el realismo tradicional y busca su deconstrucción; Paul Davies dice que “he veritably hunted realism to death[3] ”. Mientras que Ibsen alimentaba de la psicología y sociología una auténtica moral humana, Beckett representa un tedio moral, una realidad fragmentada, cuya consecuencia es una tensión constante entre esencias, o “temas”, ambiguas y sin fondo. Si los personajes de Ibsen eran personas con historia y psicología, los actores de Beckett deben evitar “play their parts realistically, never to inquire about the characters’ lives outside of a text, and, in general, to deliver their lines so far as possible in a flat monotone[4] ”. Ibsen se preocupaba por la minusciocidad del escenario y lo describía detalladamente; Beckett representa espacios casi vacíos que nunca disfrazan su falta de forma.

Esperando a Godot, como su nombre lo indica, es una obra de espera. La revelación de la realidad nunca llega porque, probablemente, no hay nada que revelar. Como toda espera, es incierta, aunque la incertidumbre en este caso llega a un grado extremo de absurdo. Nada queda claro, ni siquiera quién es Godot o por qué lo esperan. La espera y la incertidumbre se vuelven los elementos de tensión y se contagian en el público, que durante la obra se ve inmerso en este espacio vacío donde nada ocurre y nadie dice nada. Casa de Muñecas: gestos y actos hablan. El significado yace bajo las apariencias. Esperando a Godot: ni siquiera las palabras “hablan”. El significado cubre como película una realidad vacía.

Beckett crea la sensación de incertidumbre con varios recursos: el espacio, los diálogos, las relaciones entre los personajes y el tiempo. No son elementos totalmente separables, es la contraposición entre ellos y la separación en dos actos lo que lo termina de matizar. El espacio en la obra es vacío excepto por un árbol. El árbol es el único punto de referencia y crea cierto aura a su alrededor que distingue este lugar de los otros. Todo ocurre en este espacio y hay incertidumbre sobre lo que hay alrededor, sobre qué pasa cuando los personajes se van de ahí y de dónde vienen cuando llegan.

Los diálogos son el elemento más importante para la sensación de incertidumbre. Cuando los personajes hablan, particularmente Vladimir y Estragon, hay una crisis de la comunicación, y hasta cierto punto de la identidad. Dejan preguntas sin responder o responden, varias veces y con contradicciones, una misma pregunta. A veces hablan por turnos una idea continua y ya no se distinguen las posiciones de cada quien –el diálogo, en este sentido, se fractura. Se pierde si diálogo se entiende como interlocución entre dos voces distinguibles completamente, alternancia entre tesis y antítesis. En Casa de Muñecas los personajes tienen historia y psicología, profundidad. Cuando hablan entre sí, dialogan en discontinuidad, en un juego de ping-pong, cada uno hablando desde sí. Vladimir y Estragon no tienen realmente personalidad y definitivamente no tienen historia: el diálogo en momentos es realmente un monólogo partido. Las raquetas de ping-pong se han acercado tanto que la pelota ya no se mueve.

La falta de memoria hace que los diálogos se sientan inútiles. Cuando Lucky se pone a “pensar” y expulsa su verborrea, parece indicar que el contenido de todo pensamiento verbalizado, hablado o no, es igual de incoherente e inconexo. Las palabras son tan vacías como el silencio, y contribuyen aún más a la incertidumbre. El silencio en Beckett funciona mucho mejor que un espacio blanco entre párrafos: sólo en el teatro “could Beckett’s sense that any deep truth must be located in something, or nothing, beyond speech come across with great immediacy.”[5]

Las relaciones entre los personajes están, en el caso de Lucky y Pozzo, bastante definidas, y en el caso de Vladimir y Estragón, no tanto. En general Luck y Pozzo parecen tener todo mucho más definido: sus gustos, sus actividades, sus obligaciones y el sentido de su existencia, pero es importante recordar que eso es lo que parece. Vladimir y Estragón nunca estarían satisfechos jugando a “amo y esclavo”, aunque lo consideran. Ambos tienen un carácter de indefinido que puede adoptar cualquier rol: el de dos ladrones, el de hermanos bíblicos, el de dos hombres que se quieren colgar, pero esencialmente, son sólo dos. Son el arquetipo del uno y el otro.

El tiempo también se divide en dos: son dos actos, dos encuentros con otros dos, dos niños con noticias de Godot. Al leer los dos, vemos la poca identidad que mantienen las personas y el carácter cíclico de sus reacciones. Nada se mantiene porque nada tampoco avanza y debemos creer que así será todos los días, borrón y cuenta nueva, nuevas arbitrariedades sin causa o consecuencia. Sin embargo, queda también incierto esto, porque en parte sí sentimos el tiempo: un Vladimir más escéptico, un Pozzo desencantado. El hecho de que sean dos actos no aclara, sino que desorbita. No permite generar un sistema de congruencias y los cambios o movimientos que ocurren de un acto al otro, por sólo ocurrir una vez, son inmedibles.

La obra es bastante perturbadora si se toman las implicaciones de que finalmente ése sea el carácter de nuestra propia existencia: aferrados a un punto de referencia claro, matando el tiempo, buscando identidad en el otro, esperando y a la vez temiendo un ser superior que nos dé sentido, manteniendo la ilusión cada vez más resbaladiza de la comunicación y la linealidad del tiempo, la vida es angustiantemente incierta y absurda. Eso es lo que nos transmite Beckett.

Con todas sus diferencias, en ambas obras el silencio y el movimiento físico se aprovechan como recursos teatrales para enfatizar la visión de cada autor, demostrando que por más radicalmente opuestos que sean los objetivos artísticos y los planteamientos filosóficos de dos autores, serán efectivos en cuanto a que respondan a las características del medio de expresión elegido. Ibsen explota el medio teatral porque le permite reproducir una escena cotidiana con lujos de detalle (visual, verbal y sonoro) y darle la oportunidad al espectador de espiarla y fundirse en el silencio y la oscuridad detrás de la cuarta pared. Con este medio, puede ser sutil; el ojo capta más de lo que los diálogos solitos revelan y el espectador mismo inspecciona la escena: los gestos, los tonos de voz, los objetos. Beckett responde al agotamiento de estas formas, en un mundo donde además ya apareció la foto, el cine; bien entrado en la posmodernidad. Explota el medio teatral para que el espectador viva, temporalmente, la filosofía absurda que intenta comunicar pero que no basta con palabras. El espectador se siente parte de la obra, ya no como observador sino como cómplice involuntario, por no decir víctima impotente.

Por ser representantes tan distintos de realidades tan distintas, las apreciaciones de Ibsen y Beckett se enriquecen mutuamente. Ibsen representa una era moderna que se aleja del idealismo y se dirige al realismo. Beckett representa una era posmoderna que padece la muerte de Dios y los grandes relatos y desafía las formas expresivas del realismo convencional. Ibsen imagina una liberación mediante el enfrentamiento con la realidad. El héroe absurdo de Beckett protagoniza el arte posmoderno reconociendo, con una nostalgia desesperanzada de unidad, la imposibilidad de la salvación.

[1] Kundera, Milan. Los testamentos traicionados. Ed. Tusquets, México, 1993. p. 67
[2] http://www.nybooks.com/articles/archives/2006/jul/13/beckett-still-stirring/
[3] Ibid.
[4] Ibid.
[5] Ibid.

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