27 ene 2010

Un azar cortazariano

Llegó a casa con las palabras goteando de las puntas de los dedos. Luego por leer tanto Rayuela, la vida parece más literatura que vise versa. El absurdo es que no parezca un absurdo. El absurdo es que salgas por la mañana a la puerta y encuentres la botella de leche en el umbral y te quedes tan tranquilo porque ayer te pasó lo mismo y mañana te volverá a pasar. Es ese estancamiento… ¿Y cómo hacerlo entender que lo que lo estancaba era tener que buscarle un sentido? Y sólo poder viajar estando en un lugar lejano, en vez de ver el viaje como la gran metáfora… lo que a vos te molesta es la legalidad en todas sus formas. En cuanto una cosa empieza a funcionar bien te sentís encarcelado.

Ella no necesitaba nada para viajar. Con sólo decir sí siempre (detrás, un gran ¿por qué no?) se encontraba camuflageada en un barrio perdido, agarrada de una reja de metal tan fotográfica, la única mujer entre varios mariguanos feos probando la compra nueva, compra que los alimentaría, compra que los hacía grandes: sus caras tenían Viaje escrito en la frente pero todos entendían que ya no iban a ninguna parte.

…Por nombrar un ejemplo de hoy.

Ella olía y tocaba la yerba. Con el panoramaroma y la música en sus oídos tenía todo lo necesario para sentirse fuera de su habitación con las pantuflas tiradas, la cama deshecha, la mesa que siempre vomitaba cosas sin importar cuánto acomodara los libros en torres de Jenga. Todos somos tortugas, recordó. Ella llevaba ese cuarto consigo, y estar en él era asomar su cabeza al oscuro caparazón, prender un incienso y la computadora. Los días que no sentía desperdiciados eran, por más que quisiera que fuera distinto, en los que sacaba la cabeza del caparazón y dejaba en pausa lo de adentro. Finalmente amaba el mundo (su casa siempre estaba ahí, estar ahí era suficiente) y observarlo y hacer composiciones. ¡Era una tortuga fotógrafa metafísica! Encuadrar, encuadrar, contextualizar, delimitar.

Él era distinto. Ella no sabía cómo amarlo ni por qué no quería. Una renuncia que a lo mejor está encubriendo la inutilidad del esfuerzo. Bueno, sí sabía, cosas superficiales, y ese pegajoso y desagradable sentimiento de sentir que a ella no se le había ocurrido. Pero lo necesitaba. Necesitaba que la mirara con esa cara de gatito perdido y le acariciara el cabello como si fuera una flor de loto en los pies de Buda y sentir el romance entre el fuego y el agua que nunca pueden tocarse porque se extinguen. El agua huye, se evapora en sus manos. Y el fuego es sólo manos, lanzándose al aire desenfrenadamente. ¿Y quién era el aire, jugando ping-pong con el fuego? ¿Y quién era la tierra, donde el agua se refugiaba?

Cada vez que alguien se escandalizaba de sus preguntas, una sensación violeta, una masa violeta envolviéndola por un momento. Probablemente de todos nuestros sentimientos el único que no es verdaderamente nuestro es la esperanza. La esperanza le pertenece a la vida, es la misma vida defendiéndose. Y cuando vos empezás a decir que habría que encontrar la unidad, yo entonces, veo cosas muy hermosas pero muertas, flores disecadas y cosas así.

La tierra probablemente era ese hombre árbol que jamás la amaría a ella, sólo absorbería su agua con gusto. Ese árbol amante sólo de otros árboles, aferrado a sus raíces e inconsciente de sus flores y sus frutos, de las hojitas que lo llenaban de vida. Y como el árbol nunca la amaría, el agua escarbó su propia tumba, ahí donde el aire nunca la haría temblar (del aire no quería volver a saber nada, el verdadero nombre del aire era viento, viento que pica, incomoda, excita y abandona) y el fuego nunca le haría cosquillas.

Qué cosas, qué cosas se le ocurren a uno en el sillón lleno de pelusas con el gato queriendo jugar rudo. Y ese otro hombre gato, el hombre fuego que ahí seguía. Encorvado. Con miedo a sí mismo, y (más que) miedo (menos que) porque a ella no le tenía nada de miedo. Pero ella debía tener cuidado, porque luego uno termina besándolos sin querer-queriendo. La película (las voces y la gran fotografía) los había dejado a ambos con ganas de llorar.

Ella se obligaba a expulsar unas lagrimitas, vaya juego, más movimiento de pecho que nada, un embudo ahí encima del pubis exhalaba calorcito, y se sentía más viva. Nada más, más Nada. (Luego cuando más anhelaba el llanto, más vacía de él se sentía. Era extraño, porque ni siquiera ese irónico fracaso le producía las ganas de llorar). En cambio a él le parecía ridículo (¡Qué ridículo! Si ella se sentía más en armonía que nunca cuando lloraba- o reía- a causa de que todo era igual de ridículo, el cortaúñas guiñándole el ojo, la mochila indiferente, las escaleras que trágicamente llevaban a un oscuro abajo, todo, la mirada del otro, tan lejano, queriendo estar cercano y no sabiendo cómo, poniendo el último esfuerzo empleando torpes palabras) y más llorar en público, con alguien para consolarlo que si lograba estar cerca, no lo estaría por siempre, y eso dolería. Cada vez sospecho más que estar de acuerdo es la peor de las ilusiones.

Hay momentos que la literatura no capturará jamás. Sin palabras llegar a la palabra (qué lejos, qué improbable). Cómo ella pudo, con un ligero apretón en el hombro y un movimiento ondulatorio apenas perceptible de su tenso cuerpo de nudos, hacer que se soltara, es uno de ellos. Capaz el cine, con sus atributos de amplitud sensorial y perspectiva, se acercarían más a las palpitaciones, a representar lo que ella sintió como magnetismo, cómo aquello se soltaba y se rendía (y no era una farsa como quizá parecería), y él lloró como un nene, y ella se paró y se insertó encima-atrás como una cucharita, y sus piernas envolviendo sus piernas y su espalda sobre su espalda formaban la misma figura que ella había dibujado como su tumba en la tierra, una media luna donde ella cabía acostada de costado, casi en posición fetal. A veces para un buen llanto, es necesario aludir a la posición fetal.

En el calor volcánico de ese abrazo él por fin pudo derrumbarse, no tener más miedo o al contrario, dejarse tenerlo. Mientras él emitía gemidos de agonía, ella sólo sonreía (por algo eran fuego y agua), con el cuerpo abierto pero con calor en la supericie (nada de viento, qué exquisito sentimiento) y miraba la única luz del cuarto: la que se colaba entre las persianas. ¿Es que por qué no podía ver él que eso era hermoso, que su habrazo hera herméticamente hermoso, y que también hera hermoso que las persianas pudieran moverse hasí, que el gato de pronto saltara detrás y hocurrieran hencantadores juegos de sombras, que hera hermosa la inversión de luz heléctrica hadentro- pasillo hoscuro hafuera en la que hestaban?

No renuncio a nada, simplemente hago todo lo que puedo para que las cosas me renuncien a mí. . ¿Te gusta la fórmula? No es eso, pero lo que yo quisiera decir es justamente indecible. Hay que dar vueltas alrededor como un perro buscándose la cola. Él estaba lleno de tumores, le pesaba el sufrimiento ajeno y los perros mordiéndose la cola que veía en todas partes, sobre todo que parieran más perros con los mismos padecimientos. Al lamentar los desafortunados, se sentía Atlas. Ella, tortuga marina, también receptiva (todo de afuera para adentro, ella no trasgredía), estaba llena de colores. La combinación quizá no era un cuadro de Mondrían, tal vez más como uno de Kandinsky. ¿Y no se te ha ocurrido sospechar que detrás de ese Mondrian puede empezar una realidad Viera de Silva? Al lamentar los desafortunados, se sentía río. El río no era más grande que ella, era ella como sus lágrimas fluyendo eran ella, como su piel que parecía fluido, como su pelo que crecía por todas partes. Pero ella era también otra cosa, algo que podía nadar a contracorriente, sí, con todo y su casita en la espalda.

Intercambiaron palabras, pero más silencios. Sin palabras llegar a la palabra (qué lejos, qué improbable). Y le gustó que las palabras no fueran torpes, que sonaran atinadas, como las de un personaje novelesco que lo sabe todo, más que el mismo autor.

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