30 sept 2009

El niño sin imaginación

El cierre, protagonista de la chamarra roja, subió lentamente para acabar de abrigarlo. Su mamá de manos suaves y dedos largos dobló sus deditos rosados sobre la lonchera de plástico, para que no la soltara. Eran demasiados los sonidos, los colores de esta mañana hiperactiva.

Acostumbrado al mismo papel tapiz de trenecitos, imagen de fondo en la recámara cuando no estaba ocupado durmiendo o viendo la tele o jugando con los superhéroes, sentía mareo ahora. ¿Qué era esto de escuela, deber y tarea? Luego su mamá no estaba más a su lado, pero no sintió en verdad su ausencia, salvo las manos y el arco de su cuerpo siempre sobre él, su sombra, nada faltaba –estaba rodeado de gente. Gente de su tamaño, corriendo, sonriendo, siendo pequeños, no sabiendo, no queriendo saber, no queriendo llegar a ninguna parte, pero inquietos. Él sólo permaneció solo en el patio, jugando con el interior de los bolsillos de la chamarra, protagonistas ahora, cuya ausencia hubiera sentido mucho más que la de su madre, pero gracias a Dios estaban, con polvo y pelusa, lisos como uñas hechas tela.

Sonó una campana cuyo canto descolocó a todos en un frenesí, era hora de mover y reacomodarse y comportarse y hacer como si nada hubiera pasado. Los gigantes en ropa formal barata cansados desgraciados pero pocos, encantados, encabezaron las filas de los alumnos que iban llamando, y los escoltaron con palabras firmes hacia aulas que eran cuevas inmensas (¡un fuerte para jugar a los príncipes! –pero aquí habrían límites) y cada quién tomó asiento, al lado de su compañero.

La mañana se cansó de brillar tanto por el primer día de clases –tenía que ser así, tenía que ser energía a morir. Murió en forma de gris, en forma de gotitas en la ventana, y desde su banca veía cada gota caer y sentía que estaba cada vez más adentro de su chamarra, como un contenido. Observó ahora a sus compañeros.

Sabía que los veía por primera vez y que las primeras impresiones se quedan, sin embargo no es cierto, porque cuando se familiarizara con sus caras, cuando tuviera algo que asociarles, cambiarían, adquirirían esa cotidianidad innombrable de lo que hacemos parte de nuestras vidas, hasta no recordar cómo los veíamos cuando por vez primera los vimos, hasta que ése sea un esbozo caricaturesco y poco acertado –qué ironía. Sin embargo observaba y los conocía por todo lo que proyectaban y exteriorizaban.

Cerró los ojos y vio el rebotar de Mario en ese mundo de tubos, honguitos y estrellas. A veces cuando intentaba dormir no podía porque seguía en el mundo del videojuego. Era a menudo relajante, pero la mayoría de las veces un pesado estancamiento.

Recordó que iba a la escuela como ejercicio de orientación y de obediencia –para salir de su burbuja, su debraye, su laberinto, para ser útil. Todo eso lo entendía a medias, pero dirigió su atención hacia la maestra, más que nada por falta de algo más interesante que hacer.
“Escriban lo que les nazca. Hay un mundo entero en cada uno de ustedes… hay imágenes en su cabeza que son de cada quién. Quiero ver justamente hasta dónde llega su imaginación, con qué tono viven”.

Miró el papel, igual de blanco que su mente. No podía sacar nada de nada, no podía transformar esa hoja en más que quizás un avioncito que poco duraría suspendido pero con suerte haría graciosas piruetas o caería en los rizos extravagantes de alguna niña del salón. Porque ninguna de éstas eran sus palabras, su mente era oscura y por ella no pasaba un solo caminante, era todo blando e insípido, los bolsillos eran sólo bolsillos, en el patio estuvo sólo parado, no habían pensamientos profundos, si sonaba poética su historia era porque un autor la había moldeado, porque una perspectiva (manipulación, elección del marco por parte del fotógrafo) había sido definida. ¿Quién era este autor? No existía. Si alguien llenaba una hoja con las palabras de su día él jamás se enteraría. La vida era gloriosa narrada, puesta en palabras, pero el crédito es de quien la escribe, de quien la imagina, no de quien la vive tan sensiblemente. El no tenía personajes ni perspectivas.

No entiendo, pensó, no entiendo la pregunta que no me suena a pregunta, pero todo lo que te dice una maestra es pregunta, pregunta más que nada para ti.

Ojos vacíos aburridos, burro niño con videojuegos en la cabeza y tapiz de trenes en la mirada, manos en los bolsillos. Nada más.

−Maestra –alzó la mano y dijo−¸creo que yo no tengo imaginación.

1 comentario:

  1. Me encanta este relato, sobretodo porque conozco a una niña con la misma carencia imaginativa que el niño protagonista....He encontrado tu blog por casualidad, y me ha gustado mucho...Muchas gracias.
    Isabel

    ResponderEliminar